lunes, 31 de mayo de 2010

Pedro solo


Eduardo Suárez

"¡Era tan solo!", decimos con tal de no reconocer honestamente que debimos haber hecho lo que fuera para patentizarle a tiempo a Pedro López nuestro reconocimiento y afecto. Con énfasis, sin cortapisas, con toda la frecuencia requerida.

Creo que es Vasconcelos, en su Ulises, el que califica de cruel aquella frase con que el Joven Abuelo respondía al señor de Tacuba en medio del suplicio que ordenó el asesino: "¿Acaso crees que yo estoy en un lecho de rosas?" Así de cruel, me parece, le ha de haber caído a nuestro amigo hoy muerto la respuesta invariable que le daban sus colegas (maestros, investigadores) cuando les insinuaba un reproche -leve, es verdad, o mejor diría yo: tímido- por la costumbre de mantenerlo al margen de sus proyectos académicos, cuitas y afanes:

-¿Pues no dices que eres un outsider, Pedro?

Y se alejaban.

Pero había ahí algo de cierto. En la academia y el cubículo propio, el contestatario Pedro López Díaz siempre estaba bien acompañado. Lo acompañaban sus hallazgos y lecturas de Economía política y sus alumnos -harto inquisitivos- de licenciatura y posgrado. Por eso le expresó en un reportaje a Mariángeles Comesaña: el ser humano es un animal de ideas y su virtud importante se revela cuando da vida a una de esas ideas (ver La Jornada, México, D. F., 28 de mayo de 2010, pág. 5).

Eso en la chamba, porque saliendo del campus de la UNAM en Ciudad Universitaria la cotidianidad daba un vuelco y envolvía a Pedro en la melancolía, en la tristeza y quizás hasta en la desolación. Ahí quedaba atrapado. Y eso era obvio: anhelada hasta lo indecible como compañera única en los meses sin reposo de las faenas de investigación y de embadurnamiento de cuartillas, la soledad ya no aparece tanto como digna de amor ni se le venera cuando el quehacer científico queda atrás (tal vez como "madurando" encima de la mesa de trabajo o en un cajón) y no hay nadie afuera esperando.

Ni flor ni canto. Son horas en que lo marginal se corre al centro. "¡Era tan solo!", decimos. Y un viento de afiladas puntas de obsidiana corroe nuestras carnes.


(Vencedores y Sobrevivientes de La Influenza, núm. 4, Ciudad de México, marzo-junio de 2010.)