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Monsiváis, Cortázar, Hermann Hesse, Che
MÉXICO DF, Nº 337, DOMINGO 6 DE JUNIO DE 2004
Jóvenes abuelos
Nuevos héroes a la altura del arte
¿De vuelta a la
guerra oculta?
• "Dar la vida para hacerla posible", escribió Agnes Heller. Y
EDUARDO SUÁREZ
“CUANDO ME PONGO LOS ZAPATOS en lugar de las botas”, le oí un día, “siento como que me voy de espaldas”. Ha de haber caído así, hacia atrás, levemente levantado su cuerpo por la bala, con esa su sonrisa inconfundible —sonrisa, que no mueca, pues él solía enfrentar de buen humor el infortunio— y la mirada puesta en nuestro cielo azul. Tratando, nuevamente, de escudriñar el infinito.
Tiempos de levantar varas
Raúl Ramos Zavala había leído al Che. Desde los 15 años de edad era consciente de que hay causas por las cuales vale la pena arriesgarse a morir. Economista egresado de la Universidad Autónoma de Nuevo León y profesor de esa disciplina en la Universidad Nacional Autónoma de México, abandonó la cátedra y se erigió —en la teoría y, evidentemente, en la práctica, hasta el último segundo de su vida— en uno de los principales precursores de las experiencias de lucha armada revolucionaria que se escenificaron en México en la década de los setenta.
Si bien aún son confusos los orígenes aquí de ese fenómeno (el investigador Barry Carr, por ejemplo, reporta que para 1968 “los guerrilleros chihuahuenses de mediados de la década de los sesenta habían sido prácticamente destruidos”), la Liga Comunista 23 de Septiembre (LC23s) tomó su nombre, justamente, de la fecha en que fue asaltado el cuartel militar de Ciudad Madera, Chihuahua, en el año de 1965.
El hecho es que, como había ocurrido en Venezuela años antes —pero con diferentes resultados—, entre nosotros la insurgencia armada de la antepenúltima década del siglo XX reclutó a miles de muchachos y muchachas. Lo hizo a partir de varias fuentes y una de las más importantes fue la Juventud Comunista de México (JCM), a la que pertenecieron Raúl Ramos Zavala y Bonfiglio Cervantes Tavera, entre los más destacados.
Las matanzas de Tlatelolco y del Jueves de Corpus actuaron como catalizadores del proceso. Entre ambas fechas, la represión desatada por los gobernantes priistas contra el movimiento estudiantil polarizó las posiciones de la dirigencia del Partido Comunista Mexicano (PCM) y radicalizó a la mayoría de sus militantes más jóvenes. Una buena parte de éstos eran cuadros de la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México y ejercían gran influencia como líderes de las escuelas normales rurales fundadas por el presidente Lázaro Cárdenas.
No por nada en el verano del 69 Gustavo Díaz Ordaz había dispuesto que a cientos de estos jóvenes se les diera de baja como alumnos, y no por nada Luis Echeverría Álvarez ordenó, años después, el cierre de la mitad, por lo menos, de dichas escuelas.
Sin embargo, no fue hasta septiembre de 1970 cuando la “opción guerrillera” se hizo oír, con acendrado vigor, en el llamado Encuentro del Pacífico, durante el cual los adolescentes y jóvenes seguidores de Marx propusieron que el PCM y su propia organización, la Juventud Comunista de México, se prepararan para entrar de lleno “en la clandestinidad [...] con el fin de emprender la lucha armada”.
Y más adelante, es decir, cuando los jóvenes comunistas realizaban su Tercer Congreso Nacional, en diciembre del año citado, el grueso de la militancia impugnó la línea impuesta por el sector dominante de la cúpula del PCM. Entonces, infinidad de muchachos fueron reclutados por los cuadros más contestatarios, entre quienes sobresalía Raúl Ramos Zavala, y por los hermanos Campaña, de Guadalajara, Jalisco.
La historia de esos días registra la “conexión Monterrey”. Hay evidencias de que ésta fue “la segunda fuente importante de guerrilleros urbanos, sólo debajo de la Juventud Comunista de México” (Barry Carr, La izquierda mexicana a través del siglo XX). Esta corriente estaba formada por activistas de organizaciones católicas y protestantes del estado de Nuevo León, quienes se habían radicalizado a fines de los años sesenta. Su figura más señera fue el joven Ignacio Salas Obregón, aguascalentense educado por jesuitas, ex alumno del Instituto Tecnológico de Monterrey y animador de la organización católica laica Movimiento Estudiantil Profesional (MEP).
En el año de 1971, en el transcurso de una jornada de trabajo social organizada por jesuitas para beneficiar a familias pobres de ciudad Nezahualcóyotl, el joven católico Ignacio Salas Obregón y el joven comunista Raúl Ramos Zavala establecieron contacto por primera vez. Los sectores más conservadores de las cúpulas de sus dos iglesias: la Compañía de Jesús, en el caso de Salas Obregón, y el PCM, en el de Raúl, los habían abandonado.
El resultado fue que, a través de aquél, varios miembros del MEP se incorporaron a la lucha armada.
Último round, de Cortázar
Por esas fechas, en la cafetería Sanborns de San Ángel y enterado (en líneas generales, no al detalle) de sus ideales, sus logros y alguno de sus planes, enfrenté el inconmovible talante gramsciano de Raúl y le dije, parafraseando un latiguillo en boga de Carlos Monsiváis: “¿Para qué te ilusionas, si el optimismo no está filosóficamente de moda?”
Entonces él tomó el libro Último round, de Cortázar, que acababa de colocar encima de la mesa. De entre sus páginas sacó un papel gastado que traía impreso un escudo de la Juventud Comunista de México, y señalándome con su dedo índice la estrella roja de las cinco puntas, me contuvo:
—Porque la corrupción de lo mejor, que es lo peor, según Hesse, aún no se ha dado.
Acto seguido, Raúl Ramos Zavala remojó en el chocolate de su taza un trozo de la pieza de pan que era su preferida: una “piedra” de nuez. Se lo llevó a la boca y, acompañándola con esa su sonrisa inconfundible de la que ya he hablado, me lanzó su mirada profunda, escudriñadora. No estuve a la altura de sus sueños.
Raúl Ramos Zavala supo desde siempre que su proyecto sería vencido y quizás hasta descalificado, pero política y culturalmente el régimen todavía hoy imperante ya había llegado al umbral de su putrefacción. De ahí que, como lo había hecho el Che, Ramos Zavala insistiera en que el deber de todo revolucionario es hacer la revolución.
Si quienes se asumen como tales no toman nota y se ponen en estado de alerta, esa descomposición, que es propia no de los que trabajan para vivir sino de los que viven del trabajo ajeno, terminará por arrasarnos a todos.