Presentación de la primera novela de Benito Taibo en
la Feria del Libro Universitario
Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo
Viernes 2 de septiembre, 2011
EDUARDO SUÁREZ
Cuando una nación entera se avergüenza
es león que se agazapa para saltar.
Carlos Marx
UNA DE LAS DEFINICIONES MÁS ACEPTADAS ACERCA DE LA NOCIÓN DE locura es “insistencia en hacer algo o insistencia en actuar de determinada manera, aunque el haber hecho antes ese algo o el haber asumido antes esa misma manera de actuación —o de NO actuación— nos haya arrojado siempre los mismos resultados funestos”. Quizás radica aquí la razón por la cual Benito Taibo insiste, a través de su novela titulada Polvo, en que México es un país donde “nadie habla y a pesar de ello se escuchan por doquier sordos sollozos”.
En medio de esta circunstancia demencial que bien describe, el autor hace que uno de los personajes de su libro, un reportero sin nombre, se suba a un tren. Que viaje en ferrocarril de México a Espinazo, pueblito éste del estado de Nuevo León (en la parte noreste de la República), y que durante el trayecto se desplace desde el primer vagón del “expreso” hasta el último (inclusive un carro más allá detrás del cabús): un vagón destinado a enfermos contagiosos, graves -dándole así la oportunidad al periodista, o sea al personaje creado por Taibo, de que analice in situ los estratos de los que está compuesta nuestra convulsa nación.
Aquello es igual que transitar “por los nueve círculos” dantescos. Y “así”, ejemplifico, dice:
La tercera clase dista mucho en comodidades de las dos primeras; los bancos [donde los pasajeros toman asiento] son de madera sin forrar. Huele mucho peor. Las gallinas, los cerdos y los guajolotes campean a sus anchas, y las mujeres y niños que duermen en el suelo allí mismo hacen sus necesidades.
Como sea, el artilugio literario es válido. En una sociedad cruel en extremo, como la que padecemos nosotros (que premia a neuróticos-NO-lusers-sino-“triunfadores” y que eleva al poder a los ambiciosos pero no en atención a sus virtudes, sino en función de su vulnerabilidad moral, su incapacidad intelectual y sus defectos), Benito Taibo nos recuerda que los desposeídos de México hemos dejado de hablar desde el día en que nos dimos cuenta que allá arriba, donde se dictan los destinos nacionales y locales, nadie está interesado en escucharnos.
Que, por lo visto, “el silencio es el acompañante perpetuo de nuestra raza. A veces por obligación, las más de las ocasiones por prudencia, [pero] siempre conteniendo la rabia”.
Se mueve Taibo, Benito, en la época de la Cristiada, cuando ciertos sacerdotes católicos convencían a las mujeres más devotas a viajar en ferrocarril con cartuchos de dinamita escondidos entre sus calzones y cuando el presidente Calles desató una cruenta persecución religiosa. Mezcla podrida la del jacobinismo oficial y el triste afán de soliviantar a la masa, tan propio de la alta jerarquía eclesiástica.
Con vigor inusitado en lo que es una primera novela, Polvo nos hace que también volteemos la vista hacia otros atavismos perniciosos. Como el que se hace presente —pongo un caso— a través de la figura del “santo niño” Fidencio. Pero insufla dosis de optimismo y oxigena —mediante la vida ejemplar de Juan Ranulfo Escudero, el sindicalista guerrerense que fundó el primer municipio socialista que hubo en nuestro país: el de Acapulco— el ánimo de quienes aún sueñan (lo hacen luchando) en la posibilidad del comunismo libertario y la justicia con dignidad.
Leo en la página 254 y siguientes:
Lunes 6 de febrero de 1928 […] Hoy el vagón de los enfermos ha depositado en Espinazo una carga insólita. Han bajado de uno a uno, muy serios y formados en fila india, cincuenta hombres barbados a los cuales, sin excepción, les falta la pierna derecha. Si no fuera un hecho verdaderamente dramático, movería a risa, podrían aparecer en una película de Harry Langdon o de los Keystone Kops. Es probable que sean militares; sólo miran hacia el frente y van apoyando la muleta idéntica a un ritmo y con una sincronización que delata su origen. Tal vez vengan de paseo. Dudo enormemente que las curaciones que aquí se realizan puedan ayudar a que crezcan piernas donde sólo hay hoy carne talada. Me conmueve la ingenuidad de algunos y ya no me sorprende en absoluto la mala fe de otros que andan ofreciendo imposibles en esta supuesta tierra prometida. Supe por los diarios que hay una agencia de viajes en la ciudad de México que ofrece unos pomposos "paquetes curativos" de una semana a unos precios estratosféricos.
Veo que Casillas está de pie escrutando el horizonte con una muy singular concentración y me le acerco sin hacer demasiado ruido.
—¿Qué pasó, amigo?, ¿cuándo se marcha? —le digo sacándolo de su ensimismamiento.
—¿A dónde? —responde inmediatamente.
—Vi que anda ordenando sus cosas. ¿O es nomás por hacendoso?
Ante la evidencia, saca dos cigarrillos ya liados del chaleco y me ofrece uno mientras asiente con la cabeza.
—Ya casi terminé lo que vine a hacer aquí. Todavía hay un mundo por descubrir.
—Me parece que yo también estoy acabando lo que vine a hacer; no hay mucho más por contar, temo que mis lectores acaben odiándome. Es realmente difícil ser objetivo cuando pasan cosas tan extrañas a tu alrededor.
—¿Está dudando de sus convicciones?
—No, no es eso. Lo cierto es que ciertas situaciones y eventos me resultan del todo inexplicables. Y justamente no quiero pecar de ingenuo. Tal vez me falten conocimientos para relatar de manera clara lo que aquí sucede.
—O le falte fe, mi amigo.
Me quedé callado, no era un tema que quisiera discutir con él ni con nadie. En cambio, señalé a las vías del tren al tiempo que con la otra mano me hacía visera sobre los ojos.
Reverberando en pleno mediodía notaba una figura vestida de blanco, a la cual desde nuestra posición era imposible reconocer pero que caminaba con la cabeza gacha sobre los durmientes.
—Sea quien fuere, morirá de calor —dije.
—Sea quien fuere, no debería estar allí —y su voz sonó con una frialdad que a mí, a pesar del intenso sofoco, casi se me hiela los huesos.
Echó a andar hacia la figura y ante la intensidad con la que pronunció esas últimas palabras me quedé en mi sitio de gayola de sol, muy quieto, para esperar el desenlace de un acontecimiento del que no entendía absolutamente nada. Casillas hablaba con la figura y conforme pasaban los segundos manoteó un par de veces en el aire. El encuentro fue muy breve. La figura blanca volvió repentinamente hacia la casa grande, y Casillas, sudando a mares, regresó hasta nuestro privilegiado observatorio.
—¿Problemas? —pregunté mientras escupía una brizna de hierba.
—No particularmente. Creo que llegó el momento de contarle la verdad. Solicito de usted la más absoluta secrecía en aras de esta amistad que hemos forjado a lo largo de los días —dijo muy serio, guardando su habitual sonrisa en uno de los bolsillos del chaleco.
Dio entonces un trago largo de agua de una de las tazas de peltre, como preparándose para emitir un discurso. Lo miro como quien ve por primera vez a un rinoceronte, con curiosidad pero con extrema cautela ante el tamaño y la coraza del animal.
—Usted es gente de bien, gente de fiar. A pesar de ser periodista, tiene sensibilidad para saber qué contar y qué no. Tiene discernimiento.
Hizo una pausa y luego me soltó de golpe:
—Pasado mañana llegará a Espinazo el presidente Plutarco Elías Calles.
Si el silencio pudiera escucharse, en esta ocasión hubiera sonado como la [obertura]1812, con cañonazos y todo. Bullían en mi cabeza uno y mil pensamientos. Atiné, a duras penas, a preguntar:
—¿Van a cerrar el lugar?
—Todo lo contrario, amigo. Viene a buscar remedio para sus males. Tiene cita con el Niño Fidencio.
Casillas miró hacia los lados asegurándose de que estuviéramos solos, a pesar de estar en uno de los lugares más concurridos de la Tierra.
—Y yo vine a la vanguardia para asegurarme de que la visita transcurra en tranquilidad —dijo.
Asentí en silencio. El supuesto pintor de milagros pertenecía a los servicios secretos del gobierno de la República y estaba aquí en una misión. Yo no estaba seguro de querer escuchar la historia completa acerca de su enrolamiento, ni de lo que hasta ahora había descubierto. Era un policía y mi relación con la policía es de todos bien conocida. Pero también es cierto que ya se había vuelto una especie de amigo, lo más cercano a un amigo que yo haya tenido en mi vida.
En aras de ese vínculo con el que los hombres ponemos en manos de otros un trozo del alma y del corazón, me resigné a ser una vez más custodio de secretos incómodos. Así me enteré de que el demonio iba a venir a ver al santo. Menudo encuentro que, si no fuera por lo convulsionado del país y la cantidad de sangre derramada hasta el momento, incluso podría mover a risa o parecer ridículo.
El representante de un Estado laico, furibundo defensor de esa laicidad, enemigo acérrimo del clero, venía a ponerse en las manos de Dios.
SI PARA REFERIRSE al poeta universal César Vallejo, el intelectual peruano, comunista, José Carlos Mariátegui escribió que “su mensaje está en él”, para aludir aquí al escritor mexicano Benito Taibo y a su primera novela, titulada (ya lo dije) Polvo, hay que sugerir —por lo menos, para hacer homenaje a la verdad— que su mensaje está en ambos: en la novela y en su autor-poeta, pues aunque abundan poetas y hacedores de libros dizque de narrativa que alquilan su pluma o de plano ellos mismos son conservadores, la poesía siempre es revolucionaria.
Y Polvo, la primera novela del poeta Benito Taibo Mahojo, es —sin exageraciones— subversiva. No en balde nuestro Paco Ignacio Taibo II ha declarado que
Una buena novela dura más que un orgasmo, bastante más que una larga película, y tiene la virtud de hacerte ver el mundo con los ojos de otro. Ofrece información en profundidad acerca de un tejido social, explora los paisajes humanos y contiene material estimulante para la imaginación. Es, quizás, el acto cultural más subversivo con que contamos.
CON ESA RABIA que contagia a su público pero que en la medida en que avanza la lectura va traduciéndose en amor genuino por la humanidad, por la tierra que nos ha visto nacer y por los desposeídos, Benito Taibo como que nos va recordando que las siete cosas que más le han costado a nuestro pueblo son:
la pierna de Antonio López de Santa Anna
el brazo de Álvaro Obregón
la cleptomanía de Miguel Alemán Valdez y de casi la totalidad de los jerarcas priistas
el delirio genocida de Díaz Ordaz, Echeverría y Carlos Salinas
el nepotismo de José López Portillo y la señora Martha Sahagún de Fox
las concesiones televisivas a favor de Azcárraga y Salinas Pliego
y el cinismo parlanchín de obispos como Sandoval Íñiguez, Rivera y, ¡cómo no!, Onésimo Cepeda Silva —este último de Ecatepec, Estado de México.
Leo en la página 102 y después —a manera de digresión momentánea, sólo para apostillar— en la página 99:
La Luz del Pacífico tiene treinta y dos empleados, de los cuales veinte son mujeres. Los conté de a uno por uno a la salida de la fábrica que no era más que un enorme galerón por la zona de la recién creada colonia Juárez (en el municipio de Acapulco, estado de Guerrero). Una vendedora de tuba me confió las desgracias a que estaba sometida esa insólita tribu que trabajaba de sol a sol por míseros salarios y también me fui enterando poco a poco de las terribles condiciones en las que, sumidos en un calor infernal sumado al que de por sí hay en el trópico, hacían velas, veladoras, cirios y ceras. Sólo tenían permiso de beber agua una vez cada hora y estaba estrictamente prohibido salirse del lugar de trabajo asignado a cada obrero u obrera antes de que hubiese concluido la jornada laboral de por lo menos 12 horas consecutivas de duración.
El patrón era un tal Sáenz, hijo de gallegos… Un par de matones, el Chuy y el Coco, eran los encargados de mantener el orden cada vez que se daba el más mínimo reclamo. Generalmente las cosas se recomponían con un par de garrotazos, pero hace un par de meses el primer instigador de la creación del sindicato, Casimiro Bulnes, había desaparecido misteriosamente. Hablé con su esposa y…
¡Y ya sabemos: nada más que resignación bendita! Ni una pizca de santa rebeldía; ni un reclamo de justicia terrenal. Nada.
LA RESIGNACIÓN ES "como un mal que azota a nuestra tierra", leo en el texto, “como si de una plaga se tratase”.
Tiene que ver —me imagino y en esto le doy la razón a Benito Taibo— con los muchos años de dominio colonial español. Con la insistencia machacona y dominical, repetida en los púlpitos de las iglesias para loar a la mansedumbre y poner-la-otra-mejilla a la hora de los agravios:
Ni la gesta independiente ni después una revolución con más de un millón de muertos han logrado quitarnos de encima esa culpa que no nos merecemos. No somos más que ovejas caminando rumbo al matadero, balando estupideces. Y cada vez que aparece una oveja negra, como Casimiro Bulnes, ni siquiera [le permiten llegar] al matadero: una barranca profunda, una playa sucia, cualquiera, sirven para darle fin.
No obstante, Benito Taibo, que ha leído —como yo un poquito— al “viejo topo”, alcanza a ver que cuando una nación entera se avergüenza es león que se agazapa para saltar:
Acapulco [a comienzos de la década de los años veinte del siglo pasado; páginas 30 y 31 de la novela Polvo] estaba en manos de un grupo de oscuros comerciantes españoles que se habían hecho de oro con la complacencia de autoridades civiles, militares y religiosas. Explotadores que obligaban a descargar barcos mercantes de sol a sol por pagas miserables y dueños de todas las tiendas de ultramarinos y avituallamiento del puerto, y que daban o quitaban crédito a conveniencia.
Las pocas veces que se levantaba una voz de protesta, no era difícil que a la mañana siguiente el dueño de la misma voz apareciera con un tiro en la cabeza por el rumbo de la playa de Caleta con los ojos mordidos por los peces.
[Aquéllos, los que pagaban a los asesinos] eran los dueños de todo [en Acapulco] desde que la nao de Manila apareció por primera vez en la bocana. Con una mano repartían cochupos y prebendas y con la otra se santiguaban en la catedral todos los domingos sin falta.
Nos cuenta el autor (pp. 103-104) que, sin embargo, el día en que Juan Ranulfo Escudero estaba recibiendo el informe acerca de la condición infrahumana a la cual habían sido reducidos los obreros y obreras de La Luz del Pacífico
[primero se mantuvo escuchando] en el más absoluto de los silencios, dejando caer las cenizas de un purito en el cenicero que adornaba la mesa del presidente municipal del puerto de Acapulco.
A veces asentía con la cabeza y hacía un pequeño ruido con la garganta, como si de un gruñido se tratara, como si en su pecho viviera un enorme animal que estuviera a punto de despertar y pudiera saltar, rompiendo su camisa de algodón, para comerse de dos tarascazos a todos los dueños de todas las fábricas del mundo, para venir así a poner un poco de justicia en este páramo […]
—Vete con Valentín, Pérez Campa y dos o tres más, por instrucciones mías, a formalizar el sindicato. Planten una mesa en la puerta de la fábrica, pongan papeletas y una urna, que los trabajadores voten en secreto. Levanten un acta y den posesión al nuevo comité. Si el patrón o sus esbirros intentan algo, vuelvan aquí y llévense a dos o tres policías. Si las cosas se salen de madre, lleven también a un notario para que dé fe de los hechos. Vayan armados. ¿Preguntas? —dijo Escudero.
—Sí, una, ¿de dónde saco la urna? —interrogué yo, preocupado, pues todavía me consideraba a mí mismo un sindicalista imberbe, un chamaco decidido pero novatón.
Quien formuló esta pregunta acerca de la dichosa urna y acerca del lugar en donde obtenerla, fíjense ustedes, fue ni más ni menos el muchacho que más adelante, en la novela, descubriremos convertido en el reporter asignado por su diario para escribir un artículo (o varios) sobre el “santo niño” Fidencio, sus milagros reales o ficticios, etcétera…
Pues bien, a este sindicalista aún jovencito le habría respondido Escudero, en Acapulco, lo que enseguida les voy a leer:
—[Tómala] de donde sea. Una caja, una sopera, un sombrero sirve como urna. No te preocupes; lo que importa es el fondo, no las formas.
“Me di la media vuelta”, relata el joven, para salir de la oficina de Escudero. “Y logré escuchar a mis espaldas un ‘¡cuídense!’ que salía de la boca de un hombre que se estaba dando cuenta de que hablaba con uno de sus hijos.”
Lo que viene a partir de este episodio es de pronósticos de veras reservados. No es meta de esta plática narrarles la novela entera, sino invitarlos con cordialidad a que la compren. Nada más les digo y pueden creerme que su lectura me resultó deslumbrante. Se trata de una novela, además, espeluznante y harto conmovedora; sobre todo porque está basada en hechos reales.
Es una novela histórica que de algún modo anuncia lo que puede volver a ocurrir.
A mí me llegaron al alma los trazos que Benito Taibo hizo para mostrarnos cómo eran los amos del Acapulco de entonces. Antecesores, por cierto, de los señores de hoy, de horca y cuchillo, quienes pretenden, pero para todo el país, la restauración del antiguo régimen priista con su ingente esquema de dominación basado en la corrupción —¡más corrupción!— y en el derramamiento de sangre. ¡Mucha más sangre para mantener contentos a los gringos!
Sin embargo, lo que más me impactó, se los confieso, fue Juan R. Escudero; su estatura moral. Su enorme rol en la historia de este país, aunque prácticamente este héroe enorme sólo sea recordado hoy por la gente ilustrada y, desde luego, en los círculos de los sindicalistas aún limpios y en el seno de familias de los nuevamente empobrecidos trabajadores del Acapulco actual.
Les han birlado hasta el Tianguis Turístico. ¡Qué poca imaginación la de la tecnoburocracia federal en turno, y qué grandes sus ganas de joder!
De ese gran personaje, Juan Ranulfo Escudero —presidente municipal, como mencioné antes, del primer Ayuntamiento socialista instalado en México, nada menos que por voto universal, directo y secreto del pueblo—, nos da cuenta Benito en su novela, a través de su personaje preferido: el muchacho guerrerense que al crecer se hizo reportero (pp. 28 a 30 de esta novela).
Escúchenme ustedes:
Desde el verano de 1916 y gracias a la recomendación de mi padrino Domingo, fui admitido formalmente en la Liga de Trabajadores a Bordo de los Barcos y Tierra; el sindicato fundado por Juan Ranulfo Escudero, ese alto acapulqueño, de bigote engominado y mirada quebradiza que había logrado, junto con un puñado de trabajadores, entre ellos mi padre, conseguir jornadas de ocho horas de trabajo, el descanso dominical, pago a la semana y protección contra accidentes.
Escudero tenía hormigas en los pantalones. Los gachupines, dueños de casi todas las tiendas comerciales del puerto, lo odiaban a muerte y lo miraban con una mezcla de temor y desprecio mientras arengaba a estibadores, pescadores y prostitutas en busca de mejores condiciones de vida. Escudero era para ellos el bolshiviqui y, del mismo modo que se concebía a los rusos con raras ideas sobre los pobres y los ricos, [Escudero] era considerado igual que un personaje satánico que pretendía hacer una revolución roja en un país donde acababa de terminar apenas una.
Los comerciantes hispanos usaron todas sus malas influencias y convencieron al jefe militar de la zona, Silvestre Mariscal, de que expulsara a Escudero de Acapulco por revoltoso. Casi tres años después de ese exilio involuntario que le sirvió para aprender muchas cosas, regresaría aquél con más bríos y con una gran idea en la cabeza.
Fue en los primeros días de enero de 1919. Algunos dicen que era Eddy Polo el que estaba en pantalla en el cinematógrafo; yo sé a ciencia cierta que era Tom Mix. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Tuve la oportunidad, esa tarde, de besar seis veces a María, la hija de don Fausto, jefe de los bomberos.
En cuanto terminó la película y empezaron a encenderse las luces en el “Salón Rojo”, la voz gruesa y potente de Escudero se escuchó desde una de las plateas, como si de un trueno se tratara:
—¡Acapulco no es de los gachupines explotadores! Acapulco es de todos: los estibadores, los empleados, los pescadores, los prácticos del muelle, las mujeres de la vida galante…
Sostenía en la mano izquierda su sombrero, muy pegado a la pierna; era un bombín negro que le quedaba pequeño. La [mano] derecha daba golpes en el aire, como si con ella quisiera meter en la cabeza de los allí reunidos toda la rabia contenida por años.
El cine lleno, estupefacto, lo miraba mientras subía cada vez más el tono de su voz. Y Escudero desgranaba agravios como quien desgrana una mazorca.
Los dueños del cine, españoles ambos, Maximino y Luciano San Millán, rápidamente se sintieron aludidos y mandaron traer a los policías de la garita que estaba tan sólo a unos pasos.
—Convoco a todos los aquí reunidos, a todos los habitantes justos y nobles de Acapulco, a fundar un partido político de los trabajadores y para los trabajadores —decía Escudero a gritos entre una salva de aplausos que estalló espontáneamente.
“Lo demás es historia”, nos dice Taibo. Veinte uniformados irrumpieron en el interior del cine con la intención de llevarse al "agitador", pero se los impidieron los hombres, las mujeres, todos los niños, los jóvenes, las muchachas, los adultos y los ancianos del público.
Juan Ranulfo Escudero era como el león aquel imaginado por quien era casi un niño dentro del pecho de ese mismo edil-presidente municipal.
Hoy ese león es la nación mexicana que, avergonzada en medio del oprobio, dice “basta” a la oligarquía, dice “no más” a la mafia y se está agazapando para saltar. Actuemos con responsabilidad para que todo pueda resolverse bien y sin violencia.
• Twitter: @EduardoSuarez_
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